Quiet Riot – 2017 – «Road Rage» [Reseña]

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Para ser un grupo que desde sus orígenes se codeó con Van Halen, dio dos músicos a la banda de Ozzy Osbourne, y que encima tuvo el primer disco de heavy metal en llegar al primer puesto de ventas en Estados Unidos, los últimos 35 años no fueron muy amables con Quiet Riot. Constantes cambios de formación y de estilo, la frialdad de la crítica, el ninguneo del público y álbumes insulsos, todo conspiró de manera perfecta para que a esta banda estadounidense se la recuerde más por los 15 minutos de fama que le trajo un cover de Slade grabado a las apuradas que por otra cosa. Y aunque la muerte por sobredosis de cocaína del cantante Kevin DuBrow en 2007 parecía haber marcado el fin de la banda como tal, en 2010 el baterista Frankie Banali, el guitarrista Alex Grossi y el bajista Chuck Wright decidieron reformar el grupo sin ningún miembro original, aunque a esta altura es más sumarle una mancha al tigre que otra cosa.

Road Rage es ya el decimotercer álbum de la banda y segundo desde su reformación, pero es el primero compuesto por material completamente nuevo si consideramos que «Quiet Riot 10» era mitad canciones de estudio con el cantante nuevo Jizzy Pearl y otra mitad con grabaciones en vivo junto a DuBrow. Hablando de cantantes, en esta ocasión el puesto es ocupado por James Durbin, un joven de 28 años que se hizo conocido como participante de American Idol, y aunque semejante curriculum pueda despertar la desconfianza de más de uno, personalmente creo que Durbin es una adición más que correcta a la banda, con una voz aguda similar a la de Vince Neil de Motley Crue. No es la gran cosa, pero cumple.

Las canciones de Road Rage van por terrenos más rockeros que metaleros, los que mejor le sientan a la banda. Hay mucho riff cuadrado pero gancheroyletras llenas de clichés pero sin hartar, alejados de cualquier pretensión y abocados a pasar un buen momento. Y si sos fan del costado más rockero del glam, similar al primer disco de Ratt, entonces canciones como “Roll This Joint”, con unos teclados discretos que agregan bastante a la canción, y “Knock Em Down”, con una guitarra con toda la onda, seguro van a ser de tu agrado.

El resto de los tracks van por caminos más básicos y homogéneos, por lo que casi cualquier cosa que se pueda decir sobre “Can’t Get Enough” bien podría decirse sobre “Getaway”, “Freak Flag” y así con las demás. Y ese es el mayor problema, el de la poca diversidad de las canciones, casi nunca variando la velocidad o el estilo de los riffs. Y aunque no hay canciones a las que uno pueda señalar como relleno, sí hay ciertos momentos en los que se alargan de manera innecesaria, y casi 50 minutos de lo mismo llegan a cansar incluso al fanático más grande. Si este año Warrant pudieron darle diversidad a su propuesta con un par de números lentos y blueseros y sacar un buen disco este año, no veo por qué Quiet Riot no podrían haber intentado lo mismo, aunque sea para que la escucha no se haga tan pesada.

Pero dicho eso, Road Rage me parece un trabajo más que decente. Sus falencias son claras, pero sus virtudes también. No da para una escucha constante, pero bien puede ser la banda sonora de una fiesta, o de un rato para el que quieras olvidarte de que 1983 ya terminó hace rato. Y aunque no sé a cuánta gente le vaya a importar su existencia (yo mismo me enteré de casualidad que iba a salir), Road Rage me parece el álbum más redondo de Quiet Riot en tres décadas, así que puede que el intento de Banali, Grossi y Wright de seguir con la banda después a pesar de todo no es sólo un capricho, sino que puede tener algo de fundamento.

«Freak Flag»

«Wasted»

Alleycat Scratch – 1993 – Deadboys in Trash City

Alleycat Scratch es una de esas anomalías temporales que aparecen en ciertos estilos muy identificados con cierta época. Formado en 1989 en la ciudad de San Francisco (ciudad más asociada al thrash que al glam de Los Angeles) e integrado por el cantante Eddie Robison, el guitarrista Devin Lovelace, el bajista Bobby “Boa” Dias y el baterista Robbi Black, este cuarteto de glam metal recién pudo editar, por sus propios medios, su disco debut en 1993.

Sí, 1993. No leyeron mal.

No sé hasta qué punto tenga que explicarlo, pero déjenme recordarles que, para 1993, el glam metal, el género pesado que había dominado la década de los ochentas, ya estaba muerto y enterrado, y, aunque en ese momento no lo pareciera, al grunge, el género que había provocado el deceso de los pelos batidos y las calzas, tampoco le quedaba mucho tiempo de vida. Una nueva década había llegado, y la escena del Sunset Boulevard no tenía cabida en ella.

Pero a los chicos de Alleycat Scratch todavía no les había llegado el telegrama con las noticias, porque ellos seguían viviendo como si Nirvana nunca hubieran editado “Nevermind”, y década de los ochentas es lo que respira en “Deadboys In Trash City“, el disco debut del cuarteto. Dicho lo anterior, hay algún que otro pasaje que bien puede considerarse una señal de que AS no vivían tan desconectados de lo que pasaba a su alrededor como sugiere su imagen y el hecho de tocar glam metal en Estados Unidos cuando hacía rato que el género había desaparecido de los medios. Por ejemplo, los primeros segundos de “Stiletto Strut”, la canción que abre el disco, no sonarían fuera de lugar en alguna canción de Alice In Chains (pasando por alto el hecho de que AIC comenzaron como una banda glam), con su bajo pesado y sus voces casi fantasmales. Pero claro, entonces entran las guitarras y todo se vuelve una fiesta, como millones de recreaciones del video de “Girls Girls Girls”, de Mötley Crüe, ocurriendo al mismo tiempo.

Alistados en la versión más “sucia” e influenciada por el punk (la denominada “corriente sleazy”), Alleycat Scratch ponen los riffs sencillos pero efectivos, las vocalizaciones gancheras y cierta atmósfera de partuza como la base principal de su sonido. “Deadboys In Trash City“, como buen disco de este estilo, cumple con casi todos los clichés del estilo pero, con una duración que apenas rasca los 38 minutos, logra que el disco no suene todo lo repetitivo que debería sonar. Las canciones siguen la estructura de verso-estribillo-verso, y casi todas van a una velocidad acelerada punk, como si fueran el soundtrack de una escena donde unos chicos de pelos batidos van a toda velocidad subidos en un descapotable a través del Sunset Boulevard, a punto de chocar de lleno con el primer auto que se les cruce. “Stiletto Strut”, “Soul Survivor” y “Love Sick Junkie” son de las más destacadas de este tipo de canciones,

En su corta duración el disco logra meter “la balada”, esa canción azucarada siempre presente en este estilo. Titulada “Roses On My Grave”, es la típica balada de base acústica y estribillos explosivos, como para levantar encendedores en un estadio lleno de gente (o celulares, si quieren estar más actualizados). Extrañamente, siento que es uno de los mejores momentos del disco: las guitarras suenan excelentes, y Eddie Robison mete una performance con toda la pasión que este tipo de canciones demandan. Si esto hubiera sido editado siete u ocho años atrás, seguro habría sonado en todas las radios como “Every Rose Has Its Thorn” de Poison lo hizo.

Para ser un disco tan pasado de moda al momento de su edición, “Deadboys In Trash City“ no está nada mal. Está lejos de ser un “gran” disco, pero no está mal, y seguro que algún fan de la movida glam encontrará en “Deadboys In Trash City“ una joyita perdida del género. Tiene sus buenas canciones, y los momentos de vergüenza ajena, como los coros pasados de vuelta en “Love Song”, bien pueden verse a través de la nostalgia como un mal necesario.

De más está decir que a Alleycat Scratch no les quedaba mucho tiempo de vida, y lo confirmaron separándose al año siguiente de la salida del disco. Los noventas no iban a permitir la existencia de un grupo así, y mucho menos dejarles conquistar las FM. No tengo mucha información sobre la situación actual del grupo, pero parece que tiene otros dos discos: un compilado de grabaciones inéditas y en vivo del 2006 titulado “Last Call”, y otro con un DVD en vivo llamado “Encore”, del 2009. Bueno, lo mejor es desearles buena suerte a los miembros de la banda, ya sea como solistas, en banda o en sus vidas personales y que sigan haciendo música pasada de moda, porque, dentro de todo, lo hacen bastante bien.